Aprender a jugar – aprender jugando

Si hoy día se intenta de diversas maneras acercarse al niño menor de seis años con programas instructivos, se insiste en que este debe tener lugar de un modo apropiado a la infancia, esto es, jugando. Sin embargo, aunque se insista sobre el valor del juego, se establecen programas obviamente inspirados en el propósito y la finalidad. Por ejemplo, al manejar cubos de madera, fabricados a medidas exactas del sistema métrico decimal, el niño aprende nociones elementales matemáticas. Este enfoque se apoya en la opinión de que el aprender procede de manera continua de lo fácil a lo difícil, y que el procedimiento puede ser acortado mediante una hábil manipulación cuando el caso individual así lo amerita. Cada vez se toma menos en cuenta la importancia de las diversas fases de la evolución infantil, cada una de las cuales, según los resultados de la investigación psicológica, necesita un tiempo bien determinado de maduración.

Quien supone se deben inculcar al niño materias de enseñanza antes de la edad escolar (la posibilidad de hacerlo es bien conocida, y no es un descubrimiento de la psicología moderna) no toma en serio que el niño, en los primeros seis años de vida, ya tiene bastante que aprender, en verdad cosas mucho más importantes que las sesudeces que alcanzan a reflejarse en su conciencia. Por cause de su evolución fisiológica y la psicológica, que en esta época de la vida marchan todavía de consumo, la índole y el contenido del aprendizaje en la primera infancia son muy diferentes del aprendizaje escolar. Sólo a partir del séptimo año de su vida, aproximadamente, es adecuado que el niño aprenda por medio de instrucción. ¿Qué es pues lo que debe proceder al aprendizaje de conceptos característico de la educación primaria?

En los primeros tres años, el niño consigue los fundamentos para las facultades principales de su vida posterior (caminar erguido, hablar, y con ello, la posibilidad de pensar). Este aprendizaje salta inmediatamente a la vista del observador adulto; en cambio, en los años sucesivos ya se hace precisa una observación más penetrante: los pasos del niños después de su tercer año se aprecian mejor a través del juego, pues el juego es la actividad por la que el niño aprende a “comprender” el mundo pieza por pieza.

En el juego, el niño asimila aquello que puede imitar del trabajo de los mayores; pero, sin ninguna finalidad teleológica como la que subyace en el trabajo de los adultos, el niño liga su quehacer con lo que su propia fantasía le sugiere. Ahora bien, en el transcurso de los primeros siete años, este juego lleno de fantasía recorre tres etapas evolutivas distintas, etapas que la antropología de Rudolf Steiner describe desde diferentes aspectos, destacando su significado y relación con períodos de la vida posterior. Los ejemplos siguientes servirán para patentizar los rasgos característicos de estas etapas evolutivas por medio de escenas de juego aisladas.

1.- Un grupo de niños de cinco y medio a seis años construye una granja con establos, pozos, prados y tierras, utilizando ramas de árbol, cortezas, piñas, figuras de animales y humanas de talla sencilla. Durante varios días prosiguen su construcción, complementan y cambian allá, porque lo hecho ayer ya no coincide con las imágenes móviles que surgen sin cesar en su interior. Al lado de ellos, otro grupo de niños de la misma edad se han instalado en una vivienda “completa”, utilizando mesas, tablados, trapos de colores y se dedican a producir el quehacer cotidiano. Toda esta actividad supone la facultad de ejecutar un proceso activo dirigido y planeado, con ayuda de las imaginaciones propias de la edad.

2.- Niños de cuatro y cinco años están en la casa de muñecas, dedicados a vestir éstas envolviendolas en trapos. Una de ellas ha recibido un gran velo como vestido de bautizo; otra, unas “trenzas legítimas” hechas de un pañuelo amarillo hábilmente anudado. Ahora un niño va a la tienda y compra “leche y zanahorias”: recibe un cestito con bellotas y castañas. Al regresar ve una vasija de madera; coloca en estas algunas castañas y las deja “viajar” como “hombres de barco”. Llegado cerca de otros niños, descarga el contenido de su cesta y reparte “manzanas”. Luego vuelve con su muñeca y, porque otros niños mientras tanto han adornado la mesa con flores, quieren celebrar un bautizo. Así, la casa de muñecas queda transformada en “iglesia”.

Viendo a los niños jugar de este modo, más de una madre desesperada, porque su hijo, con tanto recoger aquí y allá cosas nuevas, arma una gran confusión y no puede concentrarse en nada. Sin embargo, toda madre debía de alegrarse cuando su hijo, entre el tercero y el quinto año de vida, se dedica así a metamorfosear los objetos. En ningún otro momento de su vida es el hombre capaz de desplegar así su fantasía , infantil en un principio: reproduciendo en el juego abundantes experiencias acerca del quehacer de los mayores, animando con aparente incoherencia los objetos de su alrededor. A fin de lograr este derroche de fantasía con la mayor amplitud posible, deben ser decididamente rechazados en esta etapa, todos los contenidos instructivos que el niño tendría que acoger por medio de su intelecto, que tienen como efecto una ruptura de la naciente fantasía creadora y que paralizan la alegría y el inconsciente interés hacia las experiencias sensoriales específicas. Así, los objetos naturales contribuyen a generar un sentido táctil bien diferenciado; la construcción con ramas ejercita, entre otros, el sentido del equilibrio, la pintura con colores líquidos de acuarela despierta la sensibilidad para el juego armónico de los colores; la música con un instrumento de cuerdas, aguza el sentido del oído, etc. El niño de esta edad vive mucho más profundamente entregado a la experiencia sensoria que el adulto; todavía no puede elaborar conscientemente sus impresiones, o sea, distanciarse de ellas colocándolas “delante de sí”, por lo cual ellas ejercen una inmediata influencia perfiladora sobre sus órganos en formación.

3.- Una tercera etapa de desarrollo, anterior a las otras dos, que abarca aproximadamente desde el nacimiento hasta el tercer año, permanece aún residual en muchos niños al ingresar al Jardín de niños. Después de que el niño ha aprendido a andar, a hablar, y ha conseguido los primeros rudimentos del pensamiento, se revela en esta etapa una especie de juego, diferente a los dos ejemplos antes descritos. Por lo común, estos niños participan de manera inmediata en el quehacer de los mayores. Si éstos lavan ropa, trasplantan flores, etc. aquellos quieren ayudar gustosos. Se nota, sin embargo, que un niño de tres años no tiene gran perseverancia: interrumpe frecuentemente su colaboración, para prestar su atención por breve tiempo a otro niño o a algún juguete; no muestra aún interés por el objetivo del trabajo de los mayores. Más bien externa la alegría espontánea que el manejo de variados elementos (agua, tierra, madera) le causa. Si ocasionalmente un niño de dicha edad se ve involucrado en el juego imaginativo de niños mayores, se ve claramente que su fantasía aún no está despierta, y que no se halla disponible para el juego. Mientras que un niño de cuatro o cinco años, por ejemplo, sólo “hace como si” comiera una sopa de bellotas, al de tres años le gusta meter la bellota en la boca.

Se ve pues que en cada una de las tres etapas descritas han de alcanzarse facultades decisivas. Obviamente es cuestión de una sucesión regular de pasos en el proceso de aprender, ligados estrechamente a un determinado grado de madurez del organismo infantil. La antropología de Rudolf Steiner señala que las energías activas en el niño, que posibilitan esos pasos de aprendizaje, pasan por distintas metamorfosis. Cuando estas energías, en la construcción del organismo infantil, han llegado al punto en que éste puede moverse libremente en el espacio y entra en una relación autónoma con su medio, una parte de dichas energías se transforma, aproximadamente después del tercer año, en energías de fantasía; después del quinto, en imaginación pictórica que hace posible la actividad orientada; y alrededor del séptimo año de la vida, en memoria autónoma, que puede ser aprovechada para el aprendizaje escolar.

En resumen podemos decir: así como el niño necesita de todas sus fuerzas para aprender a andar erguido, a hablar y a empezar a pensar, también debería poder disponer de ellas sin menoscabo para confirmar su fantasía creadora, y a pasar luego a imágenes representativas vivientes. De este modo, su organismo quedará dotado de órganos sanos de pensamiento, con tal de que no se le prive de una gran parte de estas energías para dedicarlas a un aprendizaje intelectual prematuro.

Quien de una manera responsable se esfuerza por dirigir el juego de los niños, notará la seriedad y el celo, la alegría y la profunda satisfacción que brotan del significado de esta actividad infantil. Muy lejos de él, el pensamiento de que se trata en todo ello de una mera ocupación o de una actividad frívola que pueda ser interrumpida de vez en cuando con sabias lecciones bien dosificadas. El jugar mismo hay que aprenderlo primero (y va en aumento el número de niños que necesitan adecuada orientación para lograrlo) y nunca debiera adelantarse el “aprendizaje juguetón”, si se toma en serio el concepto de “adecuado a la infancia”.

Así, la educadora del Jardín de Niños Waldorf se esforzará por estructurar el espacio, el juguete y la actividad del adulto de tal forma que el niño pueda quedar inmerso en un medio que le permita apropiarse el mundo imitativo, para más tarde, con similar seriedad, poder entregarse a la tarea escolar.

Texto original: Freya Jaffke